Sabe más el diablo por viejo
Debo reconocer que he disfrutado de lo lindo con la retransmisión de las exequias papales. Si es que eso parecía un Barça·Madrid de los buenos (y no como el del pasado domingo, qué injusticia!), con sus colas para acceder al recinto, los patrocinadores ofreciendo refrescos y bebidas, los fans enarbolando las banderas de sus héroes. Realmente fue todo un acontecimiento, más aún por la longevidad del ya difunto papa. Vientiséis años sin ver este espectáculo de lágrimas y fuegos de artificio, son muchos años. Creo que lo ideal sería que, vista la gran acogida que ha tenido el entierro de éste papa, se organizase uno cada ciertos años, ni que fuera un ensayo general, con el futuro papa difunto estirado en San Pedro, la cara untada en aceite para semejar el embalsamado, y miles de fieles opusdéicos haciendo largas colas en la columnata de Bernini, graciosas colegialas enfaldadas, al borde de la histeria por la posibilidad de tener tan cerca a su Popstar particular.
La iglesia ha sabido sacarle partido a lo que quedaba de su máximo dirigente. No le han puesto una cámara en la habitación, a lo Gran Hermano, porque quedaría cutre, de programa sobre medicina, o de reality·show para la tercera edad (incluyendo votaciones para decidir qué pastillita tomará hoy el abuelo). La respuesta vaticana a este problema ha sido mantener en vilo al respetable con escuetas notas sobre la salud del polaco, confitadas con alguna que otra aparición pública del anciano traqueotomizado. Trazos más que suficientes para que el público, con el apoyo de los medios de comunicación, puedan hacerse una idea del terrible, agónico sufrimiento del heredero de San Pedro, a la vez que se mantenía su santa incorruptibilidad ante las cámaras, que tenían prohibido filmar al Papa si no era en uniforme de trabajo.
Así, a base de espasmos papales y comunicados horteras del estilo de "ya puede ver al señor" o "ya ha jugado un tute con fray Escoto Eriúgena", el señor Navarro valls y sus amiguetes lograron crear una tensión que ríanse ustedes de los culebrones de 800 capítulos. Chorradas, el amigo Navarro logró el mismo efecto sin emitir los típicos 500 capítulos de tostón sentimentaloide. Tal fue el efecto que ni Fidel Castro pudo resistirse a tamaño movimiento de masas. La espiral de noticias y emociones recibió la puntilla de las docenas de viajes que Juan Pablo II realizó a lo largo de su mandatos: visitó decenas y decenas de países, sin descartar un sinfin de estados desconocidos, desaparecidos de las geografías habtiuales, pero que gracias al Papa (pobres infelices) creyeron por unos instantes que se encontraban en el centro de algo. A sus funerales han acudido todos estos personajillos a devolver con varias horas de prime time el favor que les hizo el abuelete vestido de blanco.
Porque la iglesia católica tiene 2000 años, y eso se nota. Los yanquis, que hace poco tuvieron su cuarto de hora de gloria con el atentado contra las torres gemelas, tuvieron que oír ya al día siguiente cómo se les recordaba que cada día morían miles de personas, y nadie lloraba por ellas. ¿Quién ha dicho tal cosa referente al papa? Porque la comparación que vale para los dos mil y pico muertos de las torres, más aún debería pesar sobre el único cadáver yaciente ante la cátedra de San Pedro. Pero claro, no es lo mismo mostrar los cadáveres entre las ruinas del World Trade Center, que ante las columnas salomónicas de Bernini. Aunque debiera, acaba por no ser igual tomar decisiones en una cutre mansión colonial del XIX que en la capilla Sixtina, donde como quien no quiere la cosa, uno se encuentra los dibujitos de Rafael y Miguel Ángel adornando unos muros edificados cinco siglos antes junto a una basílica en cuya creación participaron Bramante, Rafael, Miguel Ángel y Bernini, para dar forma a la joya de esa corona sin estado que es la iglesia católica.
No, no es lo mismo para el común de los mortales tragarse el mamotreto del entierro frente a estúpidos yanquis encorbatados y rodeados de banderolas del tres al cuarto, que hacerlo frente a una representación en mármol de la entrega de las llaves a San Pedro, ante una basílica que ha vivido docenas de luchas, que se ha teñido con la sangre de tantas y tantas personas, que prácticamente se ha vuelto inmune al olor de la sangre y la podredumbre. No, mientras el hombre sea hombre, mientras se deje llevar por sus sentimientos, la iglesia tendrá la partida ganada en estos actos que domina a la perfección, por ser su principal tarea a lo largo de la historia.
La lucha del mundo laico contra el poder de las insignias es también vieja y fecunda en muertos y heridos. Sin embargo no parece que haya sido muy fructífera. Aceptado como lógico y natural el apoyo a los colores de un club o incluso (los demócratas me perdonen) a los de una fracción política, muchos han recibido con desánimo la constatación, que la religión, la fe por la fe sin nada tras de ella salvo el tan sobado miedo a la muerte, mantiene un poderoso número de adeptos, y hace números para adaptarse a los nuevos tiempos, para sobrevivir una época más en la historia del hombre, aunque esta vez deberá hacerlo con los seminarios vacíos y los cepillos criando telarañas. No les importa, sin embargo, a los currelas del Vaticano. La defunción del jerifalte les ha demostrado lo que los políticos ya llevan años practicando, que la nueva cultura mediática no es de cantidad, sino de calidad. Hitler se lo curró lo suyo, pero sus tácticas ya no sirven: para qué quieres reunir a un millón de adeptos si no hay plano de cámara que pueda mostrarlos en toda su intensidad. Con lo fácil que es cerrar la ceremonia a un lugar hermosísimo (la plaza de San Pedro) y luego dar una cifra exagerada sin reparo alguno, que no pasa nada. El número de asistentes a una manifestación no se mide uno a uno, como capullines, sino que se hace en comparación con lo demás. Así, aunque sea evidente que en el lugar del acto no caben más de 30.000 personas, nadie discutirá si dices que son 300.000, porque realmente son los que estarían allí si la plaza fuese lo suficientemente grande.
Otras instituciones religiosas se habrían cerrado a cal y canto a la intromision de los medios en un acto como la muerte. Pero claro, no tienen dos milenios a su espalda, y seguramente no tienen la intención de sobrevivir por dos milenios más. Inteligencia no le falta a la iglesia católica, y dinero tampoco. Llevan siglos adaptándose a los tiempos y renaciendo de sus cenizas, y somos ilusos los que creíamos que llegaban a su fin. La iglesia sobrevivirá, aunque sea a lomos de viejos con parkinson, aunque tenga que pedir perdón por el mismísimo pecado original.
La iglesia ha sabido sacarle partido a lo que quedaba de su máximo dirigente. No le han puesto una cámara en la habitación, a lo Gran Hermano, porque quedaría cutre, de programa sobre medicina, o de reality·show para la tercera edad (incluyendo votaciones para decidir qué pastillita tomará hoy el abuelo). La respuesta vaticana a este problema ha sido mantener en vilo al respetable con escuetas notas sobre la salud del polaco, confitadas con alguna que otra aparición pública del anciano traqueotomizado. Trazos más que suficientes para que el público, con el apoyo de los medios de comunicación, puedan hacerse una idea del terrible, agónico sufrimiento del heredero de San Pedro, a la vez que se mantenía su santa incorruptibilidad ante las cámaras, que tenían prohibido filmar al Papa si no era en uniforme de trabajo.
Así, a base de espasmos papales y comunicados horteras del estilo de "ya puede ver al señor" o "ya ha jugado un tute con fray Escoto Eriúgena", el señor Navarro valls y sus amiguetes lograron crear una tensión que ríanse ustedes de los culebrones de 800 capítulos. Chorradas, el amigo Navarro logró el mismo efecto sin emitir los típicos 500 capítulos de tostón sentimentaloide. Tal fue el efecto que ni Fidel Castro pudo resistirse a tamaño movimiento de masas. La espiral de noticias y emociones recibió la puntilla de las docenas de viajes que Juan Pablo II realizó a lo largo de su mandatos: visitó decenas y decenas de países, sin descartar un sinfin de estados desconocidos, desaparecidos de las geografías habtiuales, pero que gracias al Papa (pobres infelices) creyeron por unos instantes que se encontraban en el centro de algo. A sus funerales han acudido todos estos personajillos a devolver con varias horas de prime time el favor que les hizo el abuelete vestido de blanco.
Porque la iglesia católica tiene 2000 años, y eso se nota. Los yanquis, que hace poco tuvieron su cuarto de hora de gloria con el atentado contra las torres gemelas, tuvieron que oír ya al día siguiente cómo se les recordaba que cada día morían miles de personas, y nadie lloraba por ellas. ¿Quién ha dicho tal cosa referente al papa? Porque la comparación que vale para los dos mil y pico muertos de las torres, más aún debería pesar sobre el único cadáver yaciente ante la cátedra de San Pedro. Pero claro, no es lo mismo mostrar los cadáveres entre las ruinas del World Trade Center, que ante las columnas salomónicas de Bernini. Aunque debiera, acaba por no ser igual tomar decisiones en una cutre mansión colonial del XIX que en la capilla Sixtina, donde como quien no quiere la cosa, uno se encuentra los dibujitos de Rafael y Miguel Ángel adornando unos muros edificados cinco siglos antes junto a una basílica en cuya creación participaron Bramante, Rafael, Miguel Ángel y Bernini, para dar forma a la joya de esa corona sin estado que es la iglesia católica.
No, no es lo mismo para el común de los mortales tragarse el mamotreto del entierro frente a estúpidos yanquis encorbatados y rodeados de banderolas del tres al cuarto, que hacerlo frente a una representación en mármol de la entrega de las llaves a San Pedro, ante una basílica que ha vivido docenas de luchas, que se ha teñido con la sangre de tantas y tantas personas, que prácticamente se ha vuelto inmune al olor de la sangre y la podredumbre. No, mientras el hombre sea hombre, mientras se deje llevar por sus sentimientos, la iglesia tendrá la partida ganada en estos actos que domina a la perfección, por ser su principal tarea a lo largo de la historia.
La lucha del mundo laico contra el poder de las insignias es también vieja y fecunda en muertos y heridos. Sin embargo no parece que haya sido muy fructífera. Aceptado como lógico y natural el apoyo a los colores de un club o incluso (los demócratas me perdonen) a los de una fracción política, muchos han recibido con desánimo la constatación, que la religión, la fe por la fe sin nada tras de ella salvo el tan sobado miedo a la muerte, mantiene un poderoso número de adeptos, y hace números para adaptarse a los nuevos tiempos, para sobrevivir una época más en la historia del hombre, aunque esta vez deberá hacerlo con los seminarios vacíos y los cepillos criando telarañas. No les importa, sin embargo, a los currelas del Vaticano. La defunción del jerifalte les ha demostrado lo que los políticos ya llevan años practicando, que la nueva cultura mediática no es de cantidad, sino de calidad. Hitler se lo curró lo suyo, pero sus tácticas ya no sirven: para qué quieres reunir a un millón de adeptos si no hay plano de cámara que pueda mostrarlos en toda su intensidad. Con lo fácil que es cerrar la ceremonia a un lugar hermosísimo (la plaza de San Pedro) y luego dar una cifra exagerada sin reparo alguno, que no pasa nada. El número de asistentes a una manifestación no se mide uno a uno, como capullines, sino que se hace en comparación con lo demás. Así, aunque sea evidente que en el lugar del acto no caben más de 30.000 personas, nadie discutirá si dices que son 300.000, porque realmente son los que estarían allí si la plaza fuese lo suficientemente grande.
Otras instituciones religiosas se habrían cerrado a cal y canto a la intromision de los medios en un acto como la muerte. Pero claro, no tienen dos milenios a su espalda, y seguramente no tienen la intención de sobrevivir por dos milenios más. Inteligencia no le falta a la iglesia católica, y dinero tampoco. Llevan siglos adaptándose a los tiempos y renaciendo de sus cenizas, y somos ilusos los que creíamos que llegaban a su fin. La iglesia sobrevivirá, aunque sea a lomos de viejos con parkinson, aunque tenga que pedir perdón por el mismísimo pecado original.
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