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¿Qué sabrá el Papa de condones?

¿Qué sabrá el Papa de condones?

En diario La Vanguardia cacé al vuelo dos cartas de lectores sobre el suicidio: una encontraba explicación al aumento de suicidios en Barcelona en su renuncia a los valores cristianos. La otra carta respondía alegando que lo que en realidad ocurría era un destape de situaciones que antes, por vergüenza cristiana, se ocultaban como accidentes o muertes repentinas.

Esta clase de debates son un clásico, la quinta esencia de lo que ha venido siendo el enfrentamieno izquierda·derecha durante toda la guerra fría. Si en algo son expertos los católicos es en hipocresía. Esta palabra impregna su vida confesional desde el primer perdón de todos y cada uno de los pecados, hasta la extremaunción que vuelve a perdonarlo todo con tal de aceptar la sumisión al Capo dei Tutti Capi.

Otro ejemplo magnífico es la reacción del vaticano a unas imitaciones del Papa hechas por un programa italiano. Los que hace un par de meses pedían moderación a los musulmanes por las caricaturas de Mahoma, ahora se rebotan porque un tipo hace broma de un Papa que está vivito y coleando, o sea, que micciona, se equivoca, se ducha y enjabona sus partes pudientes, e incluso alecciona a los monaguillos sobre cómo curarse los cortes del afeitado. No quiero pensar qué habría dicho la iglesia si el humorista de marras se hubiera metido con algún santo o similares.

Pero volvamos al jugoso tema de los suicidios. Una vez más, la iglesia hace de la “vida” su punta de lanza. Esta argumentación del aumento del suicidio va en la línea de las barbaridades que dicen sobre el uso del preservativo o de la experimentación con células madres. Claro, actualmente la iglesia tiene pocas vías de ampliación, por cuanto la mayoría de sus postulados se contradicen con la “vida” cotidiana de las personas. Dicho de otra forma: si hacen las cosas que deberían hacer según su credo, se quedan más solos que Jesucristo en el desierto. Pero la iglesia no es sólo un lugar de reflexión, también es una empresa (multinacional, que nunca quiebra) y como tal debe mantener sus cuentas a flote. De ahí su rechazo a la teología de la liberación, muy buena pero que no da beneficios, y la creación de un discurso en torno a la “vida” para justificar su presencia en este valle de lágrimas.

Aún recuerdo las bobadas que decía Juan Pablo II sobre el uso de preservativos. No dejaba de ser contradictorio que el mismo hombre que se opuso a una guerra contra el “infiel” Saddam Hussein, volviera repentinamente a las raíces cristianas en el tema del SIDA. Desde su creación el cristianismo ha tenido que lidiar con otros cultos que han intentado quitarle el puesto. Cuando se hizo grande y poderosa no hubo problema en quemar cátaros, expulsar musulmanes o incinerar judíos. Pero cuando eran cuatro gatos hubo que inventar un distintivo, una “marca” que los identificara entre el desparpajo de credos que habitaban Europa durante el primer milenio (d.C.). Podrían haberse puesto un lacito rosa en el lóbulo, o tatuarse el nombre de algún vegetal en el trasero, que habría servido igual. Sin embargo los primeros cristianos tuvieron a bien adoptar el celibato como signo identificativo.

Obviamente, cuando el catolicismo se alzó como credo mayoritario el tema se relajó, y en el siglo X San Benito recomendaba a los monjes “fornicar poco”, señal que follar follaban. Con el tiempo la norma se convirtió en costumbre, y así todos los países cristianos hacen ver que no follan salvo para reproducirse, aunque a la hora de la verdad aquí se folle igual que en Mahattan o Papúa, tierras herejes y llenas de salvajes fornicadores idólatras.

Todo iba a las mil maravillas hasta que llegó la democracia. Con la creación del estado racional las gentes dejaban de vivir sujetas a la autoridad eclesial. ¿Cambiaron las cosas? En el fondo no, la gente siguió haciendo lo mismo, sólo que ahora sin esconderse, a las claras, sin hipocresía. Y otro tanto está sucediendo con un tema mucho más Tabú como es el suicidio. Claro, las cosas van poco a poco, y no podemos cambiar en seis meses lo que nos han embutido en seis siglos, pero todo va cambiando: al sexo podemos añadirle la equiparación de derechos con la mujer, la libertad de expresión y pensamiento, la reducción de las normas morales y sociales, y tantas y tantas porquerías que la Iglesia defendía, jodidos, “por nuestro bien”.

Sin embargo los cristianos no aprenden. A ellos les gusta vivir engañándose, y necesitan que todos juguemos a su juego para que parezca de verdad. Que sea con ellos o a la contra, apoyando otra religión, les da igual; que mucha gente deba sufrir y morir para mantener la coherencia de las paparruchas que dicen, ahí no les importa la “vedo”. En pleno siglo XXI mantienen las memeces religiosas del XIV como si nadie se hubiera dado cuenta del tiempo pasado, y lo peor es que intentan que la sociedad actual se adapte a ellas. Legislan sobre familia pensando en la medieval, discuten temas científicos con los argumentos de la piedra filosofal, se meten en medicina usando métodos de carnicero. En definitiva, entorpecen, cuando no destrozan, el engranaje social en que vivimos, como lo harían 20 kilos de carbón en el depósito de un Renault Clio.

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