Tal como en su día se hizo con Auschwitz, la Escuela de mecánica de la armada argentina ha pasado a convertirse en un museo en honor a sus víctimas. Como el garrote vil que Cela conservaba recordando lo que se necesitaba hace unos años para que él pudiera cobrar el sueldo, como el pueblo arrasado que Franco ordenó no reconstruir como recordatorio de lo que fue la guerra. Son éstos detalles que se han venido haciendo toda la vida, baste con recordar los numerosos santos martirizados que se rezan en las iglesias. Eran otros tiempos, aunque la gente ya necesitaba que le vendieran la moto para creerse ciertas cosas, y aquellos hombres que se habían salvado por la fe, el cristianismo y el billete para el paraíso, representaban a ojos de los demás el sufrimiento que habían llegado a aguantar esas personas en nombre del Señor, pero también mostraban la crueldad de las torturas (parrilladas humanas, decapitaciones a mansalva, amputación de miembros por las bravas) y, por ende, de sus torturadores, ya fuesen romanos, bárbaros o moros.
Estos museos que, como la Escuela de mecánica, lo son de la memoria, tienen en nuestros días esa misma función evangélizadora; por una parte muestran a los "santos" contemporáneos, personas que muchas veces sin quererlo ni comerlo recibieron la visita de unos encapuchados y fueron a parar al maleteron de un Falcon negro. Por otra, señalan con dedo acusador al culpable de tales actos.
La novedad es que ahora quienes ocupan el lugar de honor en estos recintos no son seres fantásticos basados en experiencias más o menos reales (no dudo que en un tiempo se echara gente a las brasas). Grabados sobre mármol, ahora hallamos en el altar los nombres y apellidos de personas, seres humanos, que nos hablan de experiencias concretas, horriblemente concretas. El salto es considerable, puesto que ahora no sólo se ofrece el fin (la muerte o tortura), si no el medio, el cómo de todo el asunto. Este es un dato importante por cuanto, no lo olvidemos, la iglesia acabó tomando los martirios de los santos no como advertencia de lo que no debía hacerse, sino más bien como una guía ilustrada para la rápida conversión del infiel. Ello significa que nuestra actual iglesia omnipresente (el estado con sus millones de funcionarios) deberá tomarse más en serio a nuestro santoral las maniobras que se encaminen a repetir el pasado serán descubiertas con mayor antelación (las ordalías ya demostraron no ser del todo eficientes).
Que la iniciativa de este museo de la memoria provenga del estado (y en este caso acompañado de la petición de perdón del presidente por lo que tocaba al estado argentino) le da mayor relevancia por cuanto es una aceptación del nuevo statu quo que se origina al proclamar que lo expuesto en el museo no volverá a repetirse. Sí, de acuerdo, es una tontería puesto que todos sabemos qué sucedió, y sabemos también que el estado no lo volverá a hacer (al menos lo aceptamos en teoría), pero mi condición humana me empuja a ver estos actos como necesarios para tranquilizarnos a todos. Es una especie de acuerdo informal en que se dice "he pillado el mensaje, y que lo sepa todo el mundo" y se pone así en juego la palabra de uno, su honor, además de los hechos concretos.
Es por este motivo que en los ocho últimos años nunca me he sentido cómodo con el gobierno. Puedo entender su mensaje de que no vale la pena remover el pasado, pero no si viene de ellos, pues suena a acomodamiento, a escurrir un bulto que apesta, que está podrido y mancha con su hedor todo lo que toca. Suena, además, a no estar arrepentidos, y de ahí a pensar que se podría reaprovechar hay un paso menos. En nuestro país los museos que recuerdan los horrores del pasado brillan por su ausencia, y la repetida negativa de Aznar a abrir ese camino (unido a las subvenciones aprobadas para cierta fundación FF) me hace pensar que podría volverse a esa situación, que la renuncia es tan sólo una táctica, que Franco aún no ha muerto del todo, el mal nacido.
no pretendo caer en la hipocresía de la palabra vacía, ni considero la apertura de un museo como algo más que un gesto. Es más, ni siquiera esperaba que Aznar fuese sincero al condenar el franquismo, puesto que se trata de su padre, y a nadie pido que reniegue de sus raíces. Pero la realidad es que en ocho años no lo ha hecho, el partido que dice ser el que más muertos ha sufrido en defensa de la democracia (una afirmación, permítaseme reiterarlo, asquerosa y repugnante se mire como se mire), se ha negado a condenar el totalitarismo por excelencia, ni siquiera por cortesía con aquellos que lo sufrieron y que hoy son sus vecinos.
El valle de los caídos sigue alzándose como un homenaje a la barbarie, no como un recordatorio de la misma, y mientras siga en este estado, no se podrá hablar de pasado, sino de duro y cruel presente.
Estos museos que, como la Escuela de mecánica, lo son de la memoria, tienen en nuestros días esa misma función evangélizadora; por una parte muestran a los "santos" contemporáneos, personas que muchas veces sin quererlo ni comerlo recibieron la visita de unos encapuchados y fueron a parar al maleteron de un Falcon negro. Por otra, señalan con dedo acusador al culpable de tales actos.
La novedad es que ahora quienes ocupan el lugar de honor en estos recintos no son seres fantásticos basados en experiencias más o menos reales (no dudo que en un tiempo se echara gente a las brasas). Grabados sobre mármol, ahora hallamos en el altar los nombres y apellidos de personas, seres humanos, que nos hablan de experiencias concretas, horriblemente concretas. El salto es considerable, puesto que ahora no sólo se ofrece el fin (la muerte o tortura), si no el medio, el cómo de todo el asunto. Este es un dato importante por cuanto, no lo olvidemos, la iglesia acabó tomando los martirios de los santos no como advertencia de lo que no debía hacerse, sino más bien como una guía ilustrada para la rápida conversión del infiel. Ello significa que nuestra actual iglesia omnipresente (el estado con sus millones de funcionarios) deberá tomarse más en serio a nuestro santoral las maniobras que se encaminen a repetir el pasado serán descubiertas con mayor antelación (las ordalías ya demostraron no ser del todo eficientes).
Que la iniciativa de este museo de la memoria provenga del estado (y en este caso acompañado de la petición de perdón del presidente por lo que tocaba al estado argentino) le da mayor relevancia por cuanto es una aceptación del nuevo statu quo que se origina al proclamar que lo expuesto en el museo no volverá a repetirse. Sí, de acuerdo, es una tontería puesto que todos sabemos qué sucedió, y sabemos también que el estado no lo volverá a hacer (al menos lo aceptamos en teoría), pero mi condición humana me empuja a ver estos actos como necesarios para tranquilizarnos a todos. Es una especie de acuerdo informal en que se dice "he pillado el mensaje, y que lo sepa todo el mundo" y se pone así en juego la palabra de uno, su honor, además de los hechos concretos.
Es por este motivo que en los ocho últimos años nunca me he sentido cómodo con el gobierno. Puedo entender su mensaje de que no vale la pena remover el pasado, pero no si viene de ellos, pues suena a acomodamiento, a escurrir un bulto que apesta, que está podrido y mancha con su hedor todo lo que toca. Suena, además, a no estar arrepentidos, y de ahí a pensar que se podría reaprovechar hay un paso menos. En nuestro país los museos que recuerdan los horrores del pasado brillan por su ausencia, y la repetida negativa de Aznar a abrir ese camino (unido a las subvenciones aprobadas para cierta fundación FF) me hace pensar que podría volverse a esa situación, que la renuncia es tan sólo una táctica, que Franco aún no ha muerto del todo, el mal nacido.
no pretendo caer en la hipocresía de la palabra vacía, ni considero la apertura de un museo como algo más que un gesto. Es más, ni siquiera esperaba que Aznar fuese sincero al condenar el franquismo, puesto que se trata de su padre, y a nadie pido que reniegue de sus raíces. Pero la realidad es que en ocho años no lo ha hecho, el partido que dice ser el que más muertos ha sufrido en defensa de la democracia (una afirmación, permítaseme reiterarlo, asquerosa y repugnante se mire como se mire), se ha negado a condenar el totalitarismo por excelencia, ni siquiera por cortesía con aquellos que lo sufrieron y que hoy son sus vecinos.
El valle de los caídos sigue alzándose como un homenaje a la barbarie, no como un recordatorio de la misma, y mientras siga en este estado, no se podrá hablar de pasado, sino de duro y cruel presente.
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Parizan -