Medios de transporte, medios de coacción
Como el país anda de vacaciones por los cerros de Úbeda, discutiendo sobre el sexo de los ángeles y a ver quién aguanta más sin cerrar la boca (tiembla Fidel, Zapatero ha hecho una marca de 14 horas), pues el menda se toma por su cuenta la licencia para hablar de otras cosillas no menos curiosas y entretenidas.
Hace ya tiempo que lo ví por primera vez, y reconozco que la impresión me adentró en un éxtasis difícil de explicar con palabras. Recuerdo la estación de plaza España, línea roja, esa inmensa vuelta de cañón que se yergue unos 20 metros sobre los raíles del metro, hija de aquellos tiempos en que las obras públicas no sólo eran, sino que representaban. Por decenios esta estación mantuvo su original decoración de polvillo negro encajado entre adoquines, miradas lánguidas de usuarios endormiscados y el bizarro colorido de los quioscos, bares y estancos que la pueblan. Uno de esos cuadros que si los firma Tàpies valen una millonada, pero que nadie quiere ni mirar si son los grafiteros los que imprimen su nombre en las paredes. Cual fue mi sorpresa cierto día que al entrar observé pasmado cómo la decoración clásica había desaparecido, y en su lugar la estación se hallaba literalmente forrada de un estridente color verde, manchado con los tipos de cierta marca de telefonía móvil. No podía creerlo, no estábamos en 1984 y sin embargo Orwell habría podido firmar aquella escena; con una saturación digna del ministerio de propaganda nazi, hasta donde alcanzaba la vista todo era de verde chillón, acuciante, claustrofóbico. Los viandantes ya no se encontraban en la estación, flotaban en un gran cartel publicitario colgado sobre la nada. La llegada del metro, lo habitual en un lugar como ese, convertíase en un acontecimiento extraño, fuera de lugar en ese macroanunico que ahogaba la vista en una tonalidad verde, grande y libre.
La cosa no quedó ahí, y otros amiguetes secundaron la iniciativa convirtiendo cada rincón del metro en un gran anuncio, ora de café, ora de videojuegos, e incluso de publicidad institucional, que el estado del bienestar ha de ponerse a la última. El tránsito por el subsuelo urbano se convirtió así en un viaje por una gran pausa publicitaria sin mando a distancia para cambiar de canal. Hoy en día podemos contemplar estas grandes obras, estas pirámides del siglo XXI esparcidas por doquier no sólo en el metro, sino en los edificios en obras, las paredes lisas con cañón láser, paradas de autobús, farolas y, como no, la vieja y tal como están las cosas entrañable publicidad del correo de toda la vida.
Me pregunto cómo se ha llegado a estos extremos. En una sociedad donde hay legislación sobre contaminación acústica, industrial, normas de reciclaje, sanciones contra las cacas de perro e incluso reglamentación para el buen deshacerse de los cadáveres de la familia, cómo no existe todavía una ley contra la contaminación visual. Porque si un ruido de más de no se cuántos decibelios es ilegal, por qué no lo es menos una imagen, una horrible impresión óptica de más de 80 metros cuadrados? por qué se obliga a los obreros a llevar cascos para evitar el ruido, y sin embargo se permite que los funcionarios del transporte trabajen sin un buen antifaz, que les evitaría las múltiples molestias ópticas y mentales que supone la actual saturación de publicidad? Cómo, que con los ojos tapados no pueden trabajar? bien, pues que retiren los elementos que afectan a la salud de las zonas laborales. Al fin y al cabo, es un derecho muy sensato y razonable el trabajar en un ambiente que no afecte directamente la integridad física.
Nos piden que no cojamos el coche para desplazarnos, y al obedecer este consejo -muy sensato, dicho sea de paso- uno se encuentra a merced de las aves de rapiña del mercadeo contemporáneo, insensibles a la hora de mutilar el buen gusto y el sentido común con tal de vender un móvil más, de servir otra taza de café o de lograr otro lector onanista para su publicación semanal.
¿Terminará esto algún día? Sin duda, tarde o temprano se acabará con esta aberración del consumismo, aunque mucho me temo que cuando esto suceda no será para anunciar un retorno al sentido común de los directores de márketing, sino más bien el hallazgo de una nueva y aún más contundente forma de hacernos comulgar con ruedas de molino en la sociedad de consumo, ¿anuncios en nuestros sueños? ¿emisores de propaganda mental? Desde el día que me paseé en metro por un spot publicitario ya nada de ésto me sorprende.
Hace ya tiempo que lo ví por primera vez, y reconozco que la impresión me adentró en un éxtasis difícil de explicar con palabras. Recuerdo la estación de plaza España, línea roja, esa inmensa vuelta de cañón que se yergue unos 20 metros sobre los raíles del metro, hija de aquellos tiempos en que las obras públicas no sólo eran, sino que representaban. Por decenios esta estación mantuvo su original decoración de polvillo negro encajado entre adoquines, miradas lánguidas de usuarios endormiscados y el bizarro colorido de los quioscos, bares y estancos que la pueblan. Uno de esos cuadros que si los firma Tàpies valen una millonada, pero que nadie quiere ni mirar si son los grafiteros los que imprimen su nombre en las paredes. Cual fue mi sorpresa cierto día que al entrar observé pasmado cómo la decoración clásica había desaparecido, y en su lugar la estación se hallaba literalmente forrada de un estridente color verde, manchado con los tipos de cierta marca de telefonía móvil. No podía creerlo, no estábamos en 1984 y sin embargo Orwell habría podido firmar aquella escena; con una saturación digna del ministerio de propaganda nazi, hasta donde alcanzaba la vista todo era de verde chillón, acuciante, claustrofóbico. Los viandantes ya no se encontraban en la estación, flotaban en un gran cartel publicitario colgado sobre la nada. La llegada del metro, lo habitual en un lugar como ese, convertíase en un acontecimiento extraño, fuera de lugar en ese macroanunico que ahogaba la vista en una tonalidad verde, grande y libre.
La cosa no quedó ahí, y otros amiguetes secundaron la iniciativa convirtiendo cada rincón del metro en un gran anuncio, ora de café, ora de videojuegos, e incluso de publicidad institucional, que el estado del bienestar ha de ponerse a la última. El tránsito por el subsuelo urbano se convirtió así en un viaje por una gran pausa publicitaria sin mando a distancia para cambiar de canal. Hoy en día podemos contemplar estas grandes obras, estas pirámides del siglo XXI esparcidas por doquier no sólo en el metro, sino en los edificios en obras, las paredes lisas con cañón láser, paradas de autobús, farolas y, como no, la vieja y tal como están las cosas entrañable publicidad del correo de toda la vida.
Me pregunto cómo se ha llegado a estos extremos. En una sociedad donde hay legislación sobre contaminación acústica, industrial, normas de reciclaje, sanciones contra las cacas de perro e incluso reglamentación para el buen deshacerse de los cadáveres de la familia, cómo no existe todavía una ley contra la contaminación visual. Porque si un ruido de más de no se cuántos decibelios es ilegal, por qué no lo es menos una imagen, una horrible impresión óptica de más de 80 metros cuadrados? por qué se obliga a los obreros a llevar cascos para evitar el ruido, y sin embargo se permite que los funcionarios del transporte trabajen sin un buen antifaz, que les evitaría las múltiples molestias ópticas y mentales que supone la actual saturación de publicidad? Cómo, que con los ojos tapados no pueden trabajar? bien, pues que retiren los elementos que afectan a la salud de las zonas laborales. Al fin y al cabo, es un derecho muy sensato y razonable el trabajar en un ambiente que no afecte directamente la integridad física.
Nos piden que no cojamos el coche para desplazarnos, y al obedecer este consejo -muy sensato, dicho sea de paso- uno se encuentra a merced de las aves de rapiña del mercadeo contemporáneo, insensibles a la hora de mutilar el buen gusto y el sentido común con tal de vender un móvil más, de servir otra taza de café o de lograr otro lector onanista para su publicación semanal.
¿Terminará esto algún día? Sin duda, tarde o temprano se acabará con esta aberración del consumismo, aunque mucho me temo que cuando esto suceda no será para anunciar un retorno al sentido común de los directores de márketing, sino más bien el hallazgo de una nueva y aún más contundente forma de hacernos comulgar con ruedas de molino en la sociedad de consumo, ¿anuncios en nuestros sueños? ¿emisores de propaganda mental? Desde el día que me paseé en metro por un spot publicitario ya nada de ésto me sorprende.
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