Que vienen los godos!
En el periodo clásico, las polis griegas tenían la tradición de enviar al exilio a sus dirigentes una vez concluído el mandato. La razón, muy de sentido común, es que en el ejercicio de lo público era inevitable importunar, cuando no perjudicar, a una parte de la sociedad. Por ello, por respeto a estos perjudicados, después de unos años en la poltrona los ciudadanos invitaban al ex·gobernante a darse un garbeo por las provincias.
Los modernos medios de comunicación han hecho innecesario este paso: si no sales por la tele, no existes. Así, los antiguos cargos pueden pasearse tranquilamente, a sabiendas que ninguna cámara les perseguirá ahora que no son nadie. Suerte tienen de ello pues de lo contrario, en la era de la globalización, deberían exiliarse al desierto de Gobi para esquivar eficazmente a esta españolidad que inunda la piel de toro y se dispersa cada verano por todos los rincones del mundo.
Precisamente el tema de que quiero hablar comenzó en una de estas dispersiones, mejor dicho un ostracismo voluntario. Seguramente, fue paseando por el foro de Roma cuando Maragall recordó las lecciones de los griegos clásicos, y decidió desaparecer de la Barcelona Olímpica. Lo que tenía que ser una prejubilación cinco estrellas (ojalá yo pueda hacer lo mismo cuando cumpla los 50) fue alterándose con el paso del tiempo. Rodeado de las estatuas de Augusto, el foro de Trajano y el Panteón de Agripa, es de suponer que a Maragall acabase por quedarle pequeña la alcaldía de Barcelona como referente para las futuras generaciones.
Maragall volvió, venció a CiU (con Pujol no pudo), se inventó un estatut, y ahora decide dejarlo todo. ¿Por qué? Eso será difícil de explicar, durante un tiempo al menos. Sin embargo, lo importante no es que se haya ido -a los dirigentes se les recuerda más por sus gestas que por su propia presencia física en el cargo, véase a Macià, o incluso a Alejandro Magno-, sino lo que ha dicho en el momento de despedirse: ha llegado el momento que una nueva generación asuma el poder en Catalunya.
Ahora cabe recordar los que han sido presidentes de la Generalitat en su etapa moderna: Primero fue "l'avi" Macià, luego Companys, a éste le siguió Irla, quien en la clandestinidad le pasó el testigo a Tarradellas. Ya de nuevo en democracia hemos tenido a Pujol y, aún en activo a Pasqual. Todos apellidos catalanes, qué digo, "Catalans", en mayúscula y en el idioma del país. Todos llevan apellidos rotundamente polacos, pertenecen a esas dinastías que nacen en el XIX y se autoerigen en continuadores de la obra de Jaume I, pero sin ejército ni esclavismo, que eso queda feo. Maragall ya se vendió a sí mismo como el gran cambio ante Pujol, pero como bien dijo él mismo, para presidir la Generalitat es muy importante el lugar de nacimiento.
En esta Catalunya del 2006, y dicho a ojo de buen cubero, uno de cada dos jóvenes es hijo de padre inmigrante. Los Llopis, Mateu, Bargalló, Parera y cosas por el estilo ya no están de moda. Son apellidos que siguen ahí, en la parte alta de la jerarquía social, pero ni están solos ni tienen la influencia que tenían. La Catalunya antifranquista decidió que el país debía construirse con los inmigrantes, no a pesar de ellos. Esta estrategia salvó las particularidades políticas y sociales del principado en su peor momento (lo de la cultura y el idioma, como diría Marx, es superestructura). y prueba del éxito de esa política es lo que probablemente veremos en los próximos días: un Montilla en la Generalitat.
Montilla es uno de esos apellidos como hay mil. No tiene las connotaciones pintorescas de un González, pero tampoco despierta viejos recuerdos, como sería un "Blas Infante", apellido por otra parte muy respetable. De lo que no cabe duda es que Montilla no es un apellido de origen catalán, como pudieran serlo Companys o Tarradellas. Montilla, José Montilla, es andaluz, y de joven recogía olivas para ayudar a su padre. José Montilla es a Catalunya lo que Henry Ford a los Estados Unidos: el tipo que no es nadie y sin embargo llega a lo más alto, en un país y un momento donde la inmigración, lo nuevo, tiene más fuerza que lo viejo. Tras décadas como alcalde de Cornellà, Montilla, el Monti, ahora es ministro de industria y futurible para la Generalitat. Casi ná, seguro que sus padres deben estar orgullosísimos, y no digamos sus compañeros de colegio, allá en el sur, al ver cómo le van las cosas al Monti.
El problema de Montilla no es que sea un charnego, sino que es un soso: tiene cara de secretario general del PC de Moldavia. Ese rostro serio, grave, pero que es el mismo cuando va al Parlamento que cuando va al teatro a ver a Rubianes. Montilla no es un showman como lo ha sido Maragall, ni tiene esa mirada perdida, siempre en busca de la Pica d'Estats, con la que Pujol encandilaba a sus queridos botiguers. Montilla tiene una cara que aburre, pero un cerebro que asusta. Y lo que es más importante, es un charnego, en un momento en que tal vez toque votar charnego.
Charnego es un insulto; un servidor se lo ha oído llamar en muchas ocasiones, para luego ser tratado de polaco en mis viajes por la piel de toro. Es el dilema del que no tiene problemas en vivir lejos de casa, porque está muy a gusto donde está. Charnego me llamaban los Puig, los Vilalta. Sin embargo, nunca me lo tomé como un insulto. Imagino que sería porque en mi clase la proporción era de 2 a 1 entre charnegos y autóctonos: si la cosa se ponía fea, estaba con los ganadores. Algo así como lo "godo", lo charnego ha pasado de un desprecio a una condición.
Ya hace décadas que los charnegos son millones, están por todas partes y ocupan los más variopintos peldaños de la sociedad. Tal vez Montilla no sea el más indicado para presentarse a unas elecciones, pero no cabe duda que el sucesor de Macià, si no Montilla en particular, sí tendrá que ser un Montilla, un Pérez (una De Madre?), alguien con un apellido que a Tarradellas le revolvería las tripas, pero que es parte esencial de la Cataluña de hoy.
Seguro que en sus visitas al Anfiteatro Flavio Maragall tuvo tiempo para pensar cómo se lo hicieron los emperadores romanos para sobrevivir durante siglos: abriendo sus puertas, exportando su forma de vida, y permitiendo a los demás -tanto da que no fuesen Cayos, Julios o Pompeyos- la oportunidad de vivir la vida y tener oportunidades arropados bajo el águila romana. Seguro que, en estos días, al nieto del poeta le han vuelto a la memoria esos parajes de la Eterna, aunque regados con Fino y traje de lunares. Catalunya pacta con los bárbaros, y las fronteras vuelven a estar guardadas. Barcelona también tiene algo de eterna.
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