Al oeste del Llobregat
Aunque ya han pasado unos días de los hechos, no me quito las ganas de escribir algo sobre el tema. Porque la cosa fue y es importante, no sólo por razones electorales, sino muy especialmente por motivos personales. No recuerdo la última vez que me sentí orgulloso de ser de Martorell (o Martoré, como prefieran). Ni la construcción de la autovía, ni la destrucción de viviendas por las obras del AVE. Ni siquiera las victorias del fútbol sala conseguían darme frío ni calor. Pero el miércoles pasado la cosa cambió.
Es un tópico que la democracia no es sólo ir a votar cada cuatro años, que se hace día a día, y que los gestos tienen mucha importancia. Cuando un partido, caso del PP, se pasa de frenada constantemente, la sociedad lo acusa. No es normal que hagan cuñas publicitarias sobre el Estatut en Andalucía, no es normal que nieguen el más mínimo agravio comparativo (ni que sea para justificarlo) entre la presión fiscal catalana y la del resto del estado. No es normal que traten a todo lo que suene a catalán de retrógrado y paraterrorista. Y lo más grave, no es normal que mientan sobre la muerte de 191 personas, y luego no dimita ni el conserje de Génova, mientras los cabecillas siguen dos años después exactamente igual que lo estaban el 12 de marzo, buscando con magia negra la forma de echar atrás el tiempo hasta ese día.
Los políticos más que nadie deberían saber lo que pasa cuando dices según que cosas. Por mucho que quieras matizar tus mensajes, los medios de comunicación los generalizan, y ahí está la función del político de saber cuándo hablar y cuándo callarse aunque sepa que tenga razón. Cuando el PP habla de Catalunya en sus mítins de Cartagena, Badajoz o Salamanca, no sabe o no quiere hacer diferencias, y así hablamos del “problema catalán”, olvidando que catalanes somos todos, desde Rubianes hasta Sardà, pasando por las putas del Camp Nou, e incluyendo a los del Partit de la Ciutadania, que mal que les sepa también son catalanes.
El gran órdago viene con lo del estatut, en que oímos hablar constantemente de la “Catalunya insolidaria” para ver a continuación cómo las autonomías del PP superan por la derecha la propuesta catalana, pidiendo más pasta y más competencias sin dejar de soltar el discursillo de marras.
Y llega el día en que te enteras que el señor “Catalunya insolidaria”, que no ha rectificado ni una coma de sus declaraciones, viene a tu pueblo, a tu terruño, por donde te paseas en chándal todos los días, y te entran las ganas de decirles algo. Como sabes que no te van a hacer caso (sería la primera vez) observas su comportamiento: recuerdas que, en el cine, emiten spots del PP que te tienes que tragar so pena de incordiar a toda la fila para salir de la sala 2 minutos y volver. Y piensas, “voy a hacer lo mismo”: te pones por donde sabes que tiene que pasar el señor Acebes, y esperas a que llegue para decirle en 10 segundos lo que piensas de él y por dónde se puede meter eso de que un servidor (que es catalán) es un insolidario.
Llegan dos autobuses repletos de jubilados que ocupan su lugar en el auditorio, junto a una veintena de martorellenses que también acuden. En esas que aparece una gente con unas pancartas y se planta tranquilamente delante del Centro Cultural a gritar contra la presencia de Acebes en el pueblo. ¿Qué hacen los del PP? Intentan arrancarles las pancartas sin aviso previo, los manifestantes tiran de la pancarta para que no se la arrebaten, y el hombre que quería quedársela cae al suelo. Cuando llega Acebes la protesta continúa, y un miembro de la comitiva pepera agrede a un manifestante. Como respuesta, alguien lanza una botella de agua de 33 cl., vacía para más señas, que va a estrellarse contra el suelo sin tocar a nadie.
Y aquí finalizan las agresiones, la violencia, el terrorismo y el presunto fascismo de los manifestantes. Ahora el que comienza es el del PP, que llama a todos los medios de comunicación para rasgarse las vestiduras por un nuevo crimen, por el segundo asesinato de Cánovas. Sólo les falta comparar lo de Martorell con lo de su añorado Carrero Blanco, y pedir pena de muerte para los manifestantes.
Ir a la puerta de una reunión a protestar contra la misma no es algo muy limpio que digamos, y tampoco es que sea muy democrático. Sin embargo, cuando unos tipos se dedican a ponerte a la altura del betún por toda la piel de toro, no pueden esperar un recibimiento caluroso cuando vienen de visita. El comportamiento de los manifestantes fue completamente legal, pues se limitaron a protestar en voz alta, y quien diga que iban a pegar que lo demuestre en los juzgados o se meta la lengua por donde le quepa, porque aquí toda la violencia física vino de los asistentes al acto del PP, los mismos que en vez de insistir en sus declaraciones propias, aprovecharon para inflar el conflicto hasta límites estratosféricos sabedores que el punto principal de su programa es la confrontación.
Todo esto lo se por gente que acudió a la protesta, pues yo ni me enteré de que se iba a hacer, ni habría podido asistir de todas formas. Y a lo que iba al principio, estos manifestantes (o protestones pancarteros tontiprogres amigos de Bin Laden, si hablamos como Losantos) hicieron lo correcto, lo que yo habría hecho de haber podido, lo que debería hacer cualquiera que sienta un mínimo de respeto por sí mismo. No se puede ir rajando por la tele, diciendo barbaridades que atienden solamente al más inmediato interés electoral, y luego pasearse por ahí como si nada. La crispación que ha aupado al PP al poder es esta misma que ha llevado a un centenar de personas -entre ellos jubilados y amas de casa con hijos- a protestar por la presencia de estos señores en mi pueblo. Ocho años diciendo pestes de los catalanes no se arreglan con una sonrisa y un mirar hacia otro lado.
No se en otra parte, pero en mi pueblo que no vuelvan a venir si no es a disculparse por las agresiones de sus simpatizantes el pasado miércoles, y por los insultos vertidos sobre nosotros (los catalanes) durante los últimos 6 años. Mientras tanto, que aguanten el chaparrón ellos solitos, a ver si aprenden que la democracia es también respeto y conciliación, amén de tragarse algún sapo de vez en cuando (y si no, que se lo digan a Carod·Rovira cuando va por las Españas, que le dicen de todo y no va llorando a contarlo a nadie).
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